L@M/ La selección española de fúbol se estrena en breve en el Mundial de Sudáfrica, donde también se cultiva cannabis. Un anuncio de cerveza recuerda la celebración tras la victoria de la Eurocopa 2008. Pepe Reina, portero del Liverpool, volvió loco al camarero con un sinfín de demandas sorprendentes. Solicitar una caña es lo más normal del mundo. Si no fuera por los corsarios yanquis, también lo sería pedir un canuto.
– ¡Camarero! Un porro.
– ¿Un porro?
– Sí, un porro, un porro, porrompompom, porrompom porrompom pero, peró; porrompom porrompom pero, peró; porrompom porrompompom; donde quiera que esté, ese porro es mío (lo tiene un Guardia Civil, se escucha a un espontáneo).
El fútbol es un divertido juego reconvertido en deporte, espectáculo, negocio y receptáculo de frustraciones sociales. Es el opio del pueblo, se maldice. El opio es prohibible; el fútbol, no. Si un día se prohibiera este juego, sería la vez en que los ciudadanos saldrían a la calle y acabarían con sus dirigentes. Si a la pregunta del CIS, «qué es lo que más le preocupa», añadiesen la posibilidad de responder «la actuación de mi equipo favorito», el balompié ocuparía un lugar destacado.
Las personas están preparadas para que célibes pollas abusen de sus hijos, para que los engañen en la escuela; están dispuestas a ser estafadas por espabilados con trajes de diseño; consienten que su administración especule con su salud, con su economía, con el futuro de sus retoños. Pero el fútbol no es negociable para el público. En España, en los 90, hubo un amago de rebelión. Celta y Sevilla debieron descender por incumplimiento de la norma. La afición no lo toleró. El revuelo fue mayúsculo. La ley no se aplicó y regresó la calma. Tal es la trascendencia del fútbol.
Italo Calvino ha aportado a la literatura universal un cuento, «Pasarlo bien«, donde relata con brevedad y maestría un absurdo semejante de prioridades sociales.