L@M/ Las dos últimas muertes por hachís de españoles en 2013, que se conozca, se produjeron a manos de miembros de la Marina Real de Marruecos. Les golpearon antes de descerrajarles tres tiros a bocajarro y sumergir los cadáveres en el mar para eliminar rastros de pólvora, según se interpreta de la autopsia encargada por la familia, que denunciaba: «Marruecos mata, España calla» (1), lema igualmente útil para describir la situación que sufre el pueblo saharahui.
España no se hace la sueca porque los jóvenes fueran melillenses y se llamaran Dris Mohamed y Abdeselam Ahmed, sino porque el asunto lo relacionan con el tráfico de drogas, gran pretexto para eliminar personas incómodas.
España también mira hacia otro lado en el caso de José Luis Martínez Alemany, camionero valenciano y padre primerizo que falleció después de que lo redujeran en la escalera de un avión (se equivocó de embarque, no entendía italiano ni inglés), lo esposaran y le administraran sedantes en el aeropuerto italiano de Ciampino, alegando un desorbitado estado de excitación provocado por consumo de drogas, posibilidad que desmiente de nuevo la autopsia a cargo de la familia, descartando el uso de alcohol o alucinógenos, y varios testigos y vídeos que indican que José Luis estaba sereno en el momento de la intervención. La muerte sigue en el aire tras más de un año y la familia está desestructurada (2).
Dris Mohamed y Abdeselam Ahmed navegaban de noche en una lancha en las cercanías del cabo de Punta Negri. De hachís, ni rastro. Pero, claro, qué hacían si no en ese lugar a esas horas. La duda es suficiente para que la mayoría de comentaristas de distintos medios justifiquen los asesinatos, tomando como normal la exigencia de demostrar la inocencia en lo que respecta a las drogas. Murieron por hachís a manos de infantes de marina por si acaso; y todos tan tranquilos, menos la familia.
Difícilmente se comprendería hoy que se maltratara y se fusilara a nadie por transportar cajas de coñac o de tabaco de contrabando. Pero si los fardos son de hachís, aunque sean imaginarios, se encaja con sumisión; está interiorizado que el hachís lo carga el diablo y lo disparan los gilipollas.
En Marruecos no se actúa contra el gran tráfico. Según un informe policial elaborado por la Guardia Civil en octubre de 2004 y al que tuvo acceso interviú: “las organizaciones marroquíes (…) pueden operar de forma casi legal». Intervenir los cultivos podría acarrear brotes de insurgencia. Como señalaba el entonces director general de Migración y Vigilancia de Marruecos, Jalid Zerouali, “no se puede pedir a Marruecos que erradique el cultivo de cannabis cuando a 14 kilómetros tenemos un mercado de 29 millones de consumidores” (3).
Y en España la sociedad está educada en que el cannabis se busca en los bolsillos de los ciudadanos y condicionada para que sus hijos se mueran porque está prohibida la venta de drogas, de manera que los fallecidos asociados a las drogas sean los culpables de lo sucedido, evitando la condición necesaria para que acontezca: la Prohibición.